Marchivirito

El primero, el segundo,… va en gustos. Lo incontestable es que Marchivirito es uno de los mejores restaurantes de Badajoz. Ciudad. Provincia. Y más. Lo digo yo, que tengo amistad con el dueño, lo dicen mis tripas (poco dadas a trafullas) y lo dicen uno, dos y tres comedores repletos de selecta clientela. ¿Caro o barato? Evidentemente si semejante restaurante estuviera en orilla más pujante (las del Nervión o las del Manzanares por citar cuatro) diríamos que resulta manifiestamente barato. Aquí, a orillas del Guadiana, a pie de carretera, carretera de Cáceres, 37, el asunto resulta objeto de debate. Los que no van dirán que las uvas están verdes y los que lo llenan a diario bien pudieran decir que comer como se come aquí merece las lágrimas derramadas. ¿Les he dicho que se trata del mejor (o casi) de los restaurantes de la capital? Lo dejo en casi porque la soberbia legión de admiradores del Galaxia bien pudiera tacharme de radical, extremo, jacobita o, incluso, partidista. Y como quiero conservar tan sacrosantas amistades no diré sino que el asunto debe someterse a la foto finish. De hecho, últimamente, el simpar gourmand, rendido galáctico donde los haya, José Manuel Gordillo, me ha transmitido en el código morse del placer culinario señales inequívocas y rotundas de placer extremo desde Marchivirito. Y más su esposa, la bella Lola. Un día deberíamos hablar de los riesgos y malaventuras de comer en pareja, de los condumios matrimoniales, sus chanzas y sus esclavitudes; pero del gobierno hablaremos mañana.

En Marchivirito se come de pegolete. Salvo que usted sea de la creciente tribu que se arrodilla ante cocineros tatuados y jefes de sala anillados, o salvo que sea usted de los que suspiran por restaurantes decorados por luminarias nórdicas, salvo tales animálculos, a usted le gustará Marchivirito. En Marchivirito te tratan de usted y se gastan una pasta en chaquetillas blancas con botones dorados. Muchos botones dorados y muchos camareros por mesa. José Domínguez en los papeles, Pepe Marchivirito en las calles de Badajoz, ha hecho de una venta del camino, algo canallesca y un tanto destartalada, a fuerza de veinte años y algunos millones de esfuerzos, un portaviones del ñampa zampa local. Pepe y su esposa, y los suyos. En la carta se nombra y apellida a muchos de ellos; eso indica, no solo la generosidad del capitán, sino su plena confianza en su tropa. ¿Cuántos son los que pueden hacer eso? Solo los más grandes. Para todos, mi reconocimiento.

Pero como ustedes ya tendrán el apetito subido después de semejantes circunloquios lo propio es apretarnos la servilleta (de tela, por supuesto) al cuello y acertar en el baile. En la carta de Marchivirito nada es vulgar. Podrá ser sencillo, pero cada plato pretende, sin afectaciones, alcanzar cierta originalidad. Una carta que obliga, como la noria, a una segunda, y una tercera, y hasta una cuarta visita. Los hay que prefieren el carpaccio de carabineros (con txangurro y guacamole) y los hay que toman partido el tartar de atún rojo. Los hay que se inclinan por las vieiras con chipirones a la parrilla (con sus verduritas y su muselina de ajo), los hay admiradores rendidos de sus manitas de cerdo rellenas de boletus y foie (entre los que milito) y los hay que desde que probaron el archifamoso chuletón al plato caliente perdieron el sentido y, beatíficos humos de la carne troglodítica, de ahí no han salido. Yo, ferrerista confeso, me tomé una ensalada Ferrera, que, tal y como gusta al célebre matador, lleva banderillas de ventresca, anchoa y langostino (si seré ferrerista que por él hasta como verde). De segundo un bogavante soberbio, rellena su cabeza con la carne de sus patitas menores y bechamel, plato digno del mismísimo Auguste Escoffier (creo). Y de postre un trallazo cósmico: delicadísimas milhojas de canela con mousse de mascarpone sobre fresas maceradas. De puerta grande.

Este artículo fue publicado en el Periódico Extremadura por nuestro compañero académico Fernando Valbuena el pasado el 12 de octubre de 2018.



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