Moncloa

Hube de resistirme. Mis amables anfitriones tenían en la canana cartuchos de más copete. ¡Y bien que resistí! Mucho me ensalzaron las setas que sirven en El Cisne Azul de Chueca (y me temblaron las carnes). Pero aguanté. Ni la mención de un asturiano postinero me dobló el ánimo. Ocasión habrá de coger lo que está a la mano, pero malo sería perder la oportunidad de comer en Moncloa.

Comer en Moncloa no es comer lo que come el presidente, claro está. O no lo es en mi caso. Comer en Moncloa es comer en el autoservicio de Moncloa. Y, estando en palacio, esa era mi intención. Comer allí y poder contarlo. A ustedes, por supuesto. ¿Dónde escribe usted?, me preguntó una monclovita. Es para leerle, dijo. En cuanto supo que me atrevería a comer en la cantina con otros humanos desperté en ella un especial interés. Según la monclovita allí no se come bien; prefiere llevarse la comida de casa. Manifestación capaz de abatir los espíritus más osados y que, sin embargo, no causó merma alguna mi determinación.

Moncloa son muchos palacios y cientos de palaciegos en permanente danza. Y para ellos se hizo el autoservicio. Una contrata que le dicen y que, evidentemente, presagia tormentas culinarias. Probablemente nada que ver con lo que Julio González de Buitrago cocinaba para la abeja reina. El presidente y su familia tienen servicio de cocina propio. De las francesas de Suárez a los gazpachos de sandía de Zapatero. Del steak tartar de Calvo Sotelo al helado de café de Aznar. Dime lo que comes y te diré quién eres.

LOS JARDINES // Hice tiempo paseando por los jardines, advirtiendo en la distancia, el ir y venir de gentes a pie y en carro, civiles y militares. A las trece treinta abrieron el autoservicio. Linda con el búnker; hecho asombroso, al menos a mis ojos de ciudadano sin mili. ¡La ultratumba del búnker a dos pasos de algo tan mondo y lirondo como un restaurante en régimen de autoservicio lineal! En estos pensamientos estaba cuando, nada más entrar, una bandera española con propaganda de Iberitos me recibió; y Moncloa se me antojó, por un instante, la trastienda endomingada de Santa Amalia. Y pudiera ser salvo por la mucha gente encorbatada, por las acreditaciones colgando en los pechos y por el aire capitalino de los que aguardaban su turno,…

No más de cincuenta personas en un espacio capaz de acoger a cientos. El comedor de marras resulta más bien feúcho, tendente a limpio y frío. Pero se come. ¿Mejor o peor que en el búnker? No sé cómo andará de salida de humos el búnker, pero barrunto que probablemente en el búnker se coma mejor (aún en caso de ataque nuclear). No es que se coma mal en el autoservicio, se come tristón. Tres primeros, tres segundos,… pero destartalados. Mientras comía las alubias, pomposamente anunciadas como judiones estofados, me acordaba de mi atenta funcionaria, de su tartera y de su bienintencionada advertencia. Tiene motivos para tirar de tartera.

Comer en la cantina, día tras día, puede resultar un tanto castaña. De las albóndigas no tengo queja; estaban buenas. O casi. No les pedí los papeles, pero venían sabrosas. O casi. El arroz con leche, puritita batalla; insípido y, como en general todo, tristón. Lo mejor el precio: seis euros con sesenta y cinco céntimos.

Está claro que la abeja reina no come con las obreras (ni con los zánganos). Pero no por ello, comer en la cantina deja de ser una opción para los que no quieren cargar con tarteras. Sin duda, he comido en universidades y hospitales, al menos en algunos de ellos, mucho mejor que en la Moncloa, pero tampoco me cabe duda de que mereció la pena. Fui feliz. Por la muy grata compaña. Por la calma en que comí y por lo que la ocasión tenía de única. No eché en falta las setas del Cisne Azul. Ahí les dejo las fotos.

Este artículo fue publicado en el Periódico Extremadura por nuestro compañero académico Fernando Valbuena el pasado 11 de enero de 2019.



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